Cae dulcemente. Viene a calmar nuestras ansias de agua, la sed de la tierra que durante tanto tiempo la ha añorado. Viene como un milagro para limpiar, para refrescar, para empapar el seco y árido suelo. Agua de vida tremendamente anhelada en este reseco rincón del sur. La escuchas caer durante toda la noche despacio, apacible, apenas un leve y reconfortante murmullo que acaba imponiéndose al silencio de la noche.
La mañana todavía guarda su memoria y, aunque ella ya no está, el suelo mojado, las gotas en los cristales, la humedad sobre las rejas son testigos de su paso y de que no fue un sueño. Un sol tardío se encargará de borrar sus huellas y mostrarnos su verdadera cara.
Cuando el agua desaparece, cuando los rayos de sol hacen que hasta la última gota de agua se evapore, entonces es cuando lo vemos. Nos damos cuenta del desolador panorama que ha dejado tras de sí. No era la lluvia inocente, la lluvia anhelada que creíamos. Era aquella otra, la odiada, esa vieja conocida que aparece de improviso y sin avisar, la que en otros lugares llaman lluvia de sangre. Supongo que debido a una influencia shakesperiana o tal vez es que beban de fuentes homéricas, porque a mí, en particular, se me ocurren muchos apelativos para esta lluvia pero ninguno tan fino, he de decir. Aunque por ser cortés y educada y apelando a nuestro pasado más cervantino o quevediano la llamaría: "Aquesta maldita lluvia de barro que todo lo deja hecho un asco".
Polvo, barro o lodo, como queráis, ese es el vil rastro que deja tras su paso. Todo, absolutamente todo queda marcado por ella: coches, suelos, ventanas, persianas...hasta en las rendijas más pequeñas ha dejado su seña. Sabes lo que toca ahora: agua y más agua hasta hacerla desaparecer. Mucha más agua de la que ha dejado será necesaria para poder borrar su huella.
En resumidas cuentas, todo el puñetero fin de semana me lo he pasado pringada intentando quitar el malnacido barro que está por todos lados. Y no sé si me siento más shakesperiana o más cervantina cuando esto ocurre. Lo que si sé es que algo en mi sangre se remueve cuando me acuerdo del arquitecto que tuvo la maravillosa idea de que el color burdeos era el más adecuado para los exteriores en esta zona tan visitada por esta jodida lluvia de sangre.