Se llamaba Juan Pedro y fue nuestro profesor de Lengua en segundo de BUP, hace ya bastante de esto. Le recuerdo por eso y por su inolvidable peluquín que tanto juego nos dio a nosotros, sus alumnos. Pero sobre todo, el motivo de que permanezca anclado en mi memoria es que fue el artífice de uno de esos momentos que marcan tu vida y hace que esta tome nuevas perspectivas.
Todo comenzó con una charla en clase sobre la buena y mala literatura. Recuerdo que mantenía que a autores como Agatha Christie no se les podía considerar buenos escritores porque su obra estaba encaminada solo a satisfacer la demanda del público (lo que viene siendo dedicarse a producir superventas). Nosotros le rebatíamos muy ofendidos aquella idea. No estábamos para nada de acuerdo con que la autora de "Diez negritos" fuese considerada como un bodrio de escritora, parece ser que en aquella época debía de ser la lectura favorita de más de uno. Él para demostrarnos su teoría en la siguiente clase trajo un libro y comenzó una lectura:
"Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama. Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamientos. "Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas", pensó Bruno, cuando, después de la muerte de Alejandra, Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los episodios vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a veces vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años; territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la muerte. Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires... "
Era "Sobre héroes y tumbas" de Ernesto Sábato. No recuerdo cuanto tiempo dedicó a la lectura, si fueron muchas o pocas páginas, si fue una o más clases, pero sí lo que me impresionó. Aquellas lineas me sedujeron tanto que ese verano compré el libro con mis ahorros. Fue el primer libro que compré.
Aunque supuso algo más que eso, me hizo tomar conciencia de que la lectura no era un simple ejercicio para pasar el tiempo, que había un mundo, totalmente desconocido, más allá de los libros que habían por casa, de los que encontraba en casa de mi abuela o de los que nos mandaban como lectura obligatoria. Tomé conciencia de que existía una clase de lectura que conectaba contigo, que te hacía vibrar y que de alguna manera te acercaba a la persona que eras a través de las palabras y la vivencias de otro. Fue el inicio de una búsqueda incesante que todavía continua. No siempre la búsqueda obtiene sus mejores resultados pero cuando lo hace, cuando encuentras ese libro cuya lectura conecta contigo sientes que el esfuerzo ha merecido la pena.
Esta mañana cuando he escuchado que hoy era el aniversario de la muerte de Ernesto Sábato, no he podido evitar recordar a aquel profesor, la gran lectura que nos proporcionó y aquella maravillosa puerta que nos dejó abierta.