Cimbrear, esa fue la palabra que me recordó cuando la vi haciendo equilibrios imposibles, contoneando su grácil cuerpo al compás de la brisa. No sé lo que la trajo a mi terraza, a jugar a mecerse sobre una rama de mi proyecto de limonero. Lo que sé es que este encuentro fortuito fue capaz de parar mi ritmo, de cambiar mi humor, incluso mi día.
Un día cualquiera, anodino, como muchos, en el que vas pensando en mil y una cosa y en ninguna en concreto, sales a la terraza y te la encuentras. De pronto todo se detiene, todo queda en suspenso para girar en torno a una sola cosa, ella. La contemplas dejándose columpiar por el suave vientecillo y percibes sobre sus alas transparentes mil colores irisados distintos, que el sol se encarga de reflejar. Te quedas paralizada observando, casi sin respirar, para que no note tu presencia y así poder prorrogar ese instante un poco más.
Vuelves sobre tus pasos con sumo cuidado, de puntillas, intentando no deshacer el momento que alguien o algo ha decidido regalarte. Coges la cámara e intentas inmortalizar esa visita inesperada para dejar constancia no solo en tu memoria, sino también para poder compartir un instante tan fortuito que sabes que es difícil que vuelva a ocurrir.
Esta es la prueba de que aquél momento existió, y aunque mis dotes fotográficas todavía dejen bastante que desear no me podía resistir a compartirlo.