Hace un tiempo, me definía a mí misma como la chica más dura de este lado del Segura, y no mentía, pero tampoco decía toda la verdad. Porque hay determinadas cosas que logran desarmarme por completo, cosas que dan un repizco en mi alma y me convierten en un harapo de sentimientos deshilachados y desvalidos. Una de esas cosas es la Semana Santa en Murcia.
Murcia en primavera es una delicia. Me gusta mi ciudad, me gusta pasear por sus calles, me gusta mirarla, me gusta recrearme una y otra vez en esos rincones, viejos amigos de mi retina, que tantos recuerdos guardan. Si hay una época que acompañe para hacer todo esto, esa es primavera, con esa luz especial que acompaña a los días, y las esplendidas noches que invitan al paseo. Todo en primavera te dice: ¡Sal a la calle y disfruta!
Y primavera, tras primavera la ciudad te ofrece una cita ineludible, su Semana Santa. Un autentico regalo para los sentidos: en el aire se mezcla el aroma del azahar de los naranjos urbanitas con el del incienso de las procesiones;
de lejos llegan ecos de tambores y bocinas que anuncian el paso de una procesión, se mezclan silencio y alboroto, murmullos acompañan los pasos y, otras veces, aplausos; los auroros y corales se disputan los rincones donde romper el silencio de la noche con sus cantos;
el color toma las calles que se visten de: morao, colorao, verde, blanco, negro...y en la noche, los faroles de los penitentes alumbran el lento deambular de los tronos por las calles murcianas y estas adoptan un aspecto distinto, bajo el titileo de su suave luz.
Los Salzillos toman la calle, con otros, coetáneos, o no, como: Nicolás de Bussi, Roque López, o tallas anónimas que recrean nuestra vista, portadas por los estantes. Estos últimos, se convierten, sin duda, en la figura más emblemática de nuestra Semana Santa. Cada primavera nos ofrecen un ejercicio de buen hacer, de sacrificio y de maestría que es un espectáculo en sí mismo. Verlos deambular por las calles portando el impresionante peso de los tronos, doblar endiabladas esquinas de estrechas calles, esquivar cables que cuelgan más de lo necesario o, en ocasiones, huir a toda prisa de una lluvia traidora que aparece sin ser invitada, hace de ellos una de las piezas claves de la Semana Santa.
Cada uno tenemos una procesión preferida y un lugar donde verla. Un momento que solo ocurrirá una vez al año y que esperamos con ansía. O bien puede que sea solo verla salir o verla entrar, pero ese momento sabes que te proporcionará, como siempre, las mismas emociones que en años anteriores y, que acabarás con un nudo en la garganta, con los pelos de punta o con una gran sonrisa, por el placer de haber podido volver a recrearte en aquél instante.
Asistimos, año tras año, a un ritual que bebe de la tradición como pocos otros, que lleva nuestro sello particular, la impronta que nuestros antepasados nos dejaron como legado. Por las calles de Murcia no solo pasean los tronos y los nazarenos, sino también una parte de nosotros, de nuestra cultura, de nuestra forma de entender la vida. Esa forma de ser tan peculiar que hace que nuestra Semana Santa sea única y distinta.
No sé si es peor o mejor que en otras ciudades, ni quiero saberlo. Solo quiero disfrutar de estas procesiones que me traen recuerdos de mi niñez, de este ambiente tan especial, entre el recogimiento y el regocijo, de su paso por mis rincones preferidos. No hay otro lugar donde quiera estar en Semana Santa, y solo existe un motivo por el que podría perdonar que mi cita de cada primavera no se produjese, la lluvia. Pero esto, para bien o para mal, es muy difícil que suceda.