Cada uno llegó a su manera para instalarse en nuestras vidas. Unos ya estaban cuando nacimos, venían unidos al hecho de nacer, como en un pack promocional, otros los hemos ido encontrando a lo largo del camino. Algunos llegaron a nuestras vidas como un torbellino, se instalaron en ella sin tiempo tan siquiera a pensar, los hubo sin embargo que llegaron muy discretamente tan despacito y tan de puntillas que cuando nos dimos cuenta de que estaban ya nos era imposible vivir sin ellos. También están aquellos que hubo que pelearlos pero que al final se pudieron acomodar. Y a todos, da igual como hubieran llegado, les dejamos abierta una parcela de nosotros para que se fuesen acomodando libremente, sin trabas ni cortapisas. Mientras, nos dejamos envolver por su calidez, arropar con su cariño y mecer por su ternura.
Pero llegó el día en que irremediablemente nos abandonaron, unos porque tenían que partir, su tiempo con nosotros había acabado, son los que nos dejaron un vacío difícil de llenar. Otros se marcharon dejando hecha añicos una parte de nosotros y algunos se desvanecieron porque en realidad no eran afectos sino simples fuegos fatuos cuya luz dejamos que un día nos deslumbrase.
Fuesen como fuesen todos dejaron sus huellas en nosotros, unas más profundas que otras. Esas huellas forman parte de nosotros de manera indisoluble y aunque ellos, los afectos, ya no estén con nosotros y el tiempo haya mitigado nuestro dolor, en el fondo siempre nos acompañarán.