
Cogió el pequeño perfumador de color azul entre sus manos y lo examinó. Recordó cuando era una niña y lo cogía a hurtadillas, le encantaba el cristal azul, la forma abombada, el aroma que desprendía, entonces llegaba ella y le decía dulcemente que con eso no se jugaba: “Es muy caro cariño y no quiero que se rompa”.
Se lo acercó a la nariz
y comprobó que todavía guardaba retazos de aquel aroma, de su perfume. Y la
recordó como si la estuviese viendo ahora mismo, perfumándose, arreglándose para él, todo para
él. Para aquel hombre egoísta, cruel, mentiroso y brutal del que ella estaba enamorada hasta la
médula. Aquel hombre del que tu huiste lo más lejos que pudiste para no sufrir
sus ataques de ira y sobre todo para no verla a ella, atrapada en aquel amor de
una sola dirección que solo le devolvía menosprecios, sinsabores y golpes,
muchos golpes. Golpes que ella justificaba una y otra vez y que maquillaba para
negar que hubieran ocurrido, para olvidarse de ellos. Pero esos golpes uno a
uno iban dejando huella en su alma, su frágil y delicada alma que terminó por
sucumbir a una locura de la que nunca hubo vuelta.
Y ahora que sabes que él ya no está vuelves, regresas a
aquel que nunca consideraste tu hogar para intentar encontrarte con algo de lo
que ella fue, en un último intento de pensar que sigue aquí, quizá para que la
culpa del abandono no termine por ahogarte del todo.
Coges el perfumador y decides que es lo único que llevarás
contigo, no quieres nada más de aquella casa de la que te alejas para, definitivamente, no volver más.