A veces nos encontramos con momentos especiales que vienen así porque así, sin más, sin avisar. Quizá esto sea lo que los hace especiales: el que nos acechen de manera inesperada y nos pillen con la guardia bajada.
Esta noche me ha ocurrido uno de estos momentos, porque esta noche la he visto, por fin. Sabía que existía, la he estado escuchando todas las noches de este verano. Cuando la noche caía aparecía ella, oía su inconfundible sonido que rompía el apacible silencio y sabía que estaba allí. Miraba, oteaba el horizonte pero nada, no lograba verla quizá un ligero aleteo en la lejanía que me confirmaban su presencia pero poco más.
Hoy, sin embargo, ha decidido aparecer, cuando las noches de verano están casi olvidadas, cuando el frío ha desplazado las cálidas noches, cuando mi memoria había olvidado su existencia, ella ha decidido hacer una rutilante aparición y de una forma silenciosa sin anunciar su llegada se ha paseado majestuosa desplegando sus blancas alas sobre mi cabeza bajo un cielo lleno de estrellas con la Luna Llena tras de ella. El momento ha sido mágico puede que por inesperado, puede que por la belleza del mismo o puede que por ambas cosas a la vez.
La última, creo que si, que es la última lechuza que vive en ese huerto abandonado tras mi casa, la última superviviente de una urbanización feroz y sin escrúpulos que ha acabado con cualquier vestigio de naturaleza que nos rodeara. Curiosamente la crisis ha sido su aliada y ese huerto destinado a ser un bloque de pisos más con su jardines, cocheras, piscina y demás ha quedado en eso, en proyecto, en un huerto abandonado que constituye su último reducto, su hogar.
Yo me alegro de que así haya sido y de poder contemplarla volando majestuosa sabedora de que es la reina de la noche.