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domingo, 2 de diciembre de 2012

Una noche con Queen


Tenía muchas ganas de hacer esta entrada, pero no encontraba tiempo suficiente para ponerme a escribir. Crees que, cuando los chicos crecen, tu tiempo libre va a crecer con ellos, en una progresión aritmética constante. Craso error. En realidad, lo que sucede es que tu tiempo decrece constantemente y en picado, sin que la lógica de las matemáticas pueda hacer nada por evitarlo. Tras una intensa semana de exámenes, parece ser que mi tiempo vuelve a pertenecerme y puedo escribir, de una vez por todas, esta entrada que no tiene más propósito que fardar, ya sabéis, aquello de:he hecho esto y ha estado genial...¡toma ya! Sobre todo porque ni yo misma me creía que fuese a suceder.

Fue un cúmulo de casualidades, todas ellas afortunadas (¡por fin!), las que consiguieron que aquella noche fuese memorable y que yo me reconciliase, de nuevo, con los hados del destino.

Sabía que iba a suceder, desde hacía tiempo, el tiempo suficiente como para haber sacado la entrada de dos buenas localidades. Pero una, servidora, es tremendamente complicada y lo de hacer cosas de manera lógica y sencilla no va conmigo. Comencé con mi espiral de dudas habitual: ¿estará bien?, ¿destrozarán a Queen?...Voy a ver las críticas, ah mira, son buenas...no, aquí hay una que no es buena...Son caras las entradas, ¿merecerá la pena, por ese precio? Seguí en mi espiral, voy, no voy, mientras que el tiempo pasaba, tanto, que se me olvidó por completo. Hasta que, el domingo anterior a  la actuación, pasamos por la puerta del teatro y vi el cartel que anunciaba el espectáculo.

-Yo: ¡Ostras, se me había olvidado decirte que había un espectáculo sobre Queen!
-Él (un fanático de Queen): Tiene que estar genial, pero seguro que está hasta arriba. A estas alturas no quedan entradas, fijo.

Vale, si él cree que estará genial, sobran las dudas, los motivos, todo. Voy a conseguir entradas como sea. Llegué a casa y entré por Internet: localidades agotadas...lo sabía, yo y mis dudas, siempre igual.

Pero llegó el miércoles y me entró un arrebato de los míos. "Nena, ¿tu estás tonta o qué?, ¿como vas a tirar la toalla si todavía no has ido al teatro a ver si quedan entradas?", me dije a mi misma (y es que a veces me hablo fatal). Bueno, lo intento, el no ya lo tengo. Así que me planté en la taquilla en busca  de las entradas perdidas. ¿Te quedan entradas para Queen Symphonic Rhapsody?, le pregunté a la taquillera. Aguardaba que ella, la taquillera, se descojonase en mi cara, pero me respondió amablemente: sí, tengo dos entradas. ¿Pero tienen buena visibilidad?, pregunté con voz vacilante, esperando una respuesta obvia, seguro que eran las que nadie había querido. Sí, tienen muy buena visibilidad, son en palco, es un buen palco, me respondió.

Salí del teatro mirando incrédula las entradas, había conseguido las dos últimas y además en un buen sitio. No me lo podía creer, la suerte no me suele sonreír tan abiertamente. Seguro que algo me pasa para que no pueda ir, alguno de los críos cae malo, me decía, o, ya verás, como mi estomago hace alguna actuación estelar de las suyas y me fastidia la noche.

No sucedió nada castastrófico, aunque mi estomago lo intentó, pero no pudo. El sábado, finalmente, allí estábamos impacientes y expectantes, como todos. El teatro quedó a oscuras, el telón se iluminó y una voz en off nos anunciaba que ese sábado 24 de noviembre, aniversario de la muerte de Freddie Mercury, el espectáculo comenzaba.

Dos primeras actuaciones, correctas y un poco sosas abrieron la noche. Mis temores hechos realidad, parecía ser que no iba a merecer tanto la pena. Cuando, de repente, apareció ella. Al escuchar su voz entrando por el patio de butacas todo el teatro se quedó sin aliento. Michele McCain hizo su aparición interpretando Somebody to love, solo ese momento mereció todo el esfuerzo de estar allí. Se me hizo un nudo en la garganta oyéndola. Y aquí sí, aquí comenzó realmente el espectáculo. Fueron más de dos horas de aplaudir a rabiar, de cantar, de bailar, de emocionarse.

Tomaron, literalmente, el teatro, porque cualquier parte de él, tanto el patio de butacas, como los palcos eran una extensión del escenario. Creando así una complicidad y una cercanía con el público muy de agradecer. Hubo momentos para todo: emoción, risas, sorpresas, momentos tranquilos, momentos más moviditos y momentos estelares increíbles. Los cantantes, la orquesta, la banda, los coros, todos supieron hacer de aquella noche algo inolvidable. No eran Queen, ni querían serlo. Era la música de Queen interpretada magistralmente y servida con un envoltorio fantástico. Lograron poner a todo el Teatro Romea en pie, bailando y aplaudiendo. Cuando finalmente se despidieron al son de We will rock you, las manos te dolían de tanto aplaudir. 

Una noche para recordar, sin duda. Yo todavía ando atrapada en ella, y, de vez en cuando, me sorprendo, a mi misma, tarareando algunas de las canciones de Queen