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miércoles, 30 de abril de 2014

Sobre héroes y tumbas



Se llamaba Juan Pedro y fue nuestro profesor de Lengua en segundo de BUP, hace ya bastante de esto. Le recuerdo por eso y por su inolvidable peluquín que tanto juego nos dio a nosotros, sus alumnos. Pero sobre todo, el motivo de que permanezca anclado en mi memoria es que fue el artífice de uno de esos momentos que marcan tu vida y hace que esta tome nuevas perspectivas.

Todo comenzó con una charla en clase sobre la buena y mala literatura. Recuerdo que mantenía que a autores como Agatha Christie no se les podía considerar buenos escritores porque su obra estaba encaminada solo a satisfacer la demanda del público (lo que viene siendo dedicarse a producir superventas). Nosotros le rebatíamos muy ofendidos aquella idea. No estábamos para nada de acuerdo con que la autora de "Diez negritos" fuese considerada como un bodrio de escritora, parece ser que en aquella época debía de ser la lectura favorita de más de uno. Él para demostrarnos su teoría en la siguiente clase trajo un libro y comenzó una lectura:
"Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama. Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamientos. "Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas", pensó Bruno, cuando, después de la muerte de Alejandra, Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los episodios vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a veces vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años; territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la muerte. Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires... "



Era "Sobre héroes y tumbas" de Ernesto Sábato. No recuerdo cuanto tiempo dedicó a la lectura, si fueron muchas o pocas páginas, si fue una o más clases, pero sí lo que me impresionó. Aquellas lineas me sedujeron tanto que ese verano compré el libro con mis ahorros. Fue el primer libro que compré.

Aunque supuso algo más que eso, me hizo tomar conciencia de que la lectura no era un simple ejercicio para pasar el tiempo, que había un mundo, totalmente desconocido, más allá de los libros que habían por casa, de los que encontraba en casa de mi abuela o de los que nos mandaban como lectura obligatoria. Tomé conciencia de que existía una clase de lectura que conectaba contigo, que te hacía vibrar y que de alguna manera te acercaba a la persona que eras a través de las palabras y la vivencias de otro. Fue el inicio de una búsqueda incesante que todavía continua. No siempre la búsqueda obtiene sus mejores resultados pero cuando lo hace, cuando encuentras ese libro cuya lectura conecta contigo sientes que el esfuerzo ha merecido la pena.

Esta mañana cuando he escuchado que hoy era el aniversario de la muerte de Ernesto Sábato, no he podido evitar recordar a aquel profesor, la gran lectura que nos proporcionó y aquella maravillosa puerta que nos dejó abierta.


miércoles, 23 de abril de 2014

¡Adiós, maestro!



Tardó dieciocho largos meses de encierro en crearla, vendió hasta el último electrodoméstico que tenía para poder acabarla y consiguió con ella reconocimiento mundial, sin embargo, acabó por odiarla. Puede que no fuese capaz de digerir la popularidad que le proporcionó, o simplemente, no esperaba que su novela tuviese tanto éxito, pero de ella llegó a decir que no era ni una de sus mejores obras, ni tan siquiera la mejor escrita. 

Y si lo dijo él que fue el padre de la criatura habrá que creerlo. Aún así somos multitud los lectores que hemos sucumbido bajo el embrujo de "Cien años de soledad". Tal vez no busquemos la perfección literaria y nos baste y nos sobre con disfrutar de la atmósfera mágica e irreal que envuelve Macondo, o dejarnos seducir por la estirpe de los Buendía, unos personajes inolvidables que nos atrapan con sus fascinantes y extraordinarias vivencias.

Hoy, Día del Libro, no podía dejar de hablar del libro que me ha marcado como ningún otro. El libro que he leído y vuelto a releer, no una, sino en varias ocasiones y que tengo sobre mi mesilla porque, de vez en cuando, me gusta abrirlo al azar y leer párrafos sueltos. Y aunque sé que el tema está más que trillado, que por todas partes los homenajes a García Márquez surgen como hongos, mi página no sería mía si no le dedicase un pequeño tributo. 




"Las había visto antes, sobre todo en el taller de mecánica, y había pensado que estaban fascinadas por el olor a pintura. Alguna vez las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine. Pero cuando Mauricio Babilonia empezó a perseguirla, como un espectro que solo ella identificaba en la multitud, comprendió que las mariposas amarillas tenían algo que ver con él. Mauricio Babilonia estaba siempre en el público de los conciertos, en el cine, en la misa mayor, y ella no necesitaba verlo para descubrirlo, porque se lo indicaban las mariposas" (Cien Años de Soledad, pag. 350)

 "Úrsula tuvo que hacer un grande esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuando acampara. (...) Úrsula lloró de rabia al descubrir que por más de tres años había quedado para juguete de los niños. Se lavó la cara pintarrajeada, se quitó de encima las tiras de colorines, las lagartijas y los sapos resecos y las camándulas y antiguos collares de árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y por primera vez desde la muerte de Amaranta abandonó la cama sin auxilio de nadie para incorporarse de nuevo a la vida familiar. El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas." (Cien Años de Soledad, pag. 405)

"Amaneció muerta el jueves santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañia bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios." (Cien Años de Soledad, pag. 417)

Como si de un presagio se tratase, una casualidad o una burda broma del destino, él también se marchó un jueves santo, al igual que Úrsula, la matriarca de los Buendía. Adiós Gabo.




jueves, 17 de abril de 2014

Viejas tradiciones, nuevas perspectivas





Un ayer visto desde el hoy, bajo la débil y titubeante luz del neón. Una vieja tradición que vuelve año tras año repitiendo los mismos ritos, pisando los mismos lugares, aunque estos ya no sean similares. Cambian los lugares, cambian los tiempos, cambia la forma de entender la vida. Y nosotros, ¿cambiamos o somos los mismos? Puede que sí seamos los mismos: pobres diablos acompañados permanentemente por esta incertidumbre que da andar por la cuerda floja sin red. Tal vez lo único que hayamos cambiado sean los dioses y los demonios que custodian nuestro camino.


lunes, 7 de abril de 2014

Lluvia de Sangre



Cae dulcemente. Viene a calmar nuestras ansias de agua, la sed de la tierra que durante tanto tiempo la ha añorado. Viene como un milagro para limpiar, para refrescar, para empapar el seco y árido suelo. Agua de vida tremendamente anhelada en este reseco rincón del sur. La escuchas caer durante toda la noche despacio, apacible, apenas un leve y reconfortante murmullo que acaba imponiéndose al silencio de la noche.

La mañana todavía guarda su memoria y, aunque ella ya no está, el suelo mojado, las gotas en los cristales, la humedad sobre las rejas son testigos de su paso y de que no fue un sueño. Un sol tardío se encargará de borrar sus huellas y mostrarnos su verdadera cara. 

Cuando el agua desaparece, cuando los rayos de sol hacen que hasta la última gota de agua se evapore, entonces es cuando lo vemos. Nos damos cuenta del desolador panorama que ha dejado tras de sí. No era la lluvia inocente, la lluvia anhelada que creíamos. Era aquella otra, la odiada, esa vieja conocida que aparece de improviso y sin avisar, la que en otros lugares llaman lluvia de sangre. Supongo que debido a una influencia shakesperiana o tal vez es que beban de fuentes homéricas, porque a mí, en particular, se me ocurren muchos apelativos para esta lluvia pero ninguno tan fino, he de decir. Aunque por ser cortés y educada y apelando a nuestro pasado más cervantino o quevediano la llamaría: "Aquesta maldita lluvia de barro que todo lo deja hecho un asco".

Polvo, barro o lodo, como queráis, ese es el vil rastro que deja tras su paso. Todo, absolutamente todo queda marcado por ella: coches, suelos, ventanas, persianas...hasta en las rendijas más pequeñas ha dejado su seña. Sabes lo que toca ahora: agua y más agua hasta hacerla desaparecer. Mucha más agua de la que ha dejado será necesaria para poder borrar su huella. 


En resumidas cuentas, todo el puñetero fin de semana me lo he pasado pringada intentando quitar el malnacido barro que está por todos lados. Y no sé si me siento más shakesperiana o más cervantina cuando esto ocurre. Lo que si sé es que algo en mi sangre se remueve cuando me acuerdo del arquitecto que tuvo la maravillosa idea de que el color burdeos era el más adecuado para los exteriores en esta zona tan visitada por esta jodida lluvia de sangre.