viernes, 29 de junio de 2012

La casa de mi abuela


Era pequeña, alargada y acogedora. Cuando llegabas a ella te recibía una estrecha puerta y una empinada escalera que franqueaban la entrada de aquella casa cuidada con mimo, con sus altos techos, envuelta en  un sinfín de aromas agradables y que, a pesar de que siempre permanecía en semipenumbra, era sumamente cálida, aquella mezcla la convertían, para mis ojos de niña, en algo mágico. Entrabas y a la izquierda había un pequeño pasillo que conducía a una  habitación y a un pequeño balcón con dos hojas de madera que habían sido pintadas mil veces en un marrón oscuro, tenias que soltear una pequeña mesa de camilla con dos sillas  para poder acceder a aquél balcón  combado por el paso del tiempo y desafiando a pesar de su aparente fragilidad a las leyes de la gravedad, tenía una persiana de madera que descansaba sobre la vieja barandilla y macetas de todas clases. A mi abuela le gustaba sentarse a coser en él, en las calurosas tardes de verano, la recuerdo sentada en su silla de anea,  rodeada de macetas de alábega, en aquel rincón que en verano se convertía en el más fresco de toda la casa. 

Justo a continuación del balcón y frente a la mesa de camilla, estaba la vieja máquina de coser Singer.  Sobre ella  había un retrato de mi bisabuela, una foto de principios del siglo pasado, que fue posteriormente coloreada. De pequeña sentía mucha curiosidad por aquella fotografía, me sentaba en la mecedora que había junto a la máquina de coser y miraba el retrato de aquella mujer que me era totalmente extraña y que sin embargo era una de las culpables de que yo estuviese allí en ese momento, observándola en actitud interrogante. 

Cerrando el pequeño rincón que daba cabida a la mecedora y a la máquina de coser había un armario empotrado que se había hecho aprovechando el hueco de la escalera. Era mi lugar preferido, abría la puerta y me ponía a escudriñar todo lo que allí había, siempre que no me viese nadíe porque, por supuesto, estaba prohibido registrar. Recuerdo las cajas distintas ordenadas una sobre otras que contenian botones, zapatos, hebillas...Los viejos libros apilados en un rincón, los lapiceros llenos de lápices de colores, gomas, sacapuntas. Más arriba aquellos vestidos ya pasados de moda que enfundados en sus bolsas de plástico colgaban ordenadamente y  tras los vestidos, a duras penas podías vislumbrar todo un mundo oculto lleno de objetos desconocidos y totalmente inaccesible, apenas lograbas adivinar algunos libros y cajas de todas formas y colores. Lo que guardaban en su interior era un misterio, preguntabas y las respuestas eran vagas: "cosas, trastos, libros". Esto hacía que mi imaginación de niña se disparase y en vez de cosas, trastos o libros esperase encontrar, algún objeto novedoso, algo espectacular o tal vez las pruebas de algún oscuro secreto familiar, por algo se habían tomado la molestia de colocarlo allá arriba, en el lugar más inalcanzable y oculto tras una frontera de vestidos enfundados en plásticos, (yo siempre he sido muy peliculera).Y en aquellas largas siestas en las que la casa se quedaba en penumbra y todo el mundo se retiraba a descansar, volvía una y otra vez sobre aquél armario, intentado descubrir que era lo que se escondía tras aquella frontera de vestidos, colocada tan estratégicamente, o la manera de poder acceder a aquel mundo desconocido sin que la montaña de cajas que había delante de los vestidos me delatase. Aún hoy sigo sin saber que había allí arriba, nunca conseguí saberlo, pero conservo en mi memoria la fragancia tan peculiar que desprendía el interior de aquel armario, una mezcla de todos los objetos apilados en él, las vacías cajas de bombones, de perfume, de jabón, la naftalina...



Si ibas hacía la derecha, el pasillo se ensanchaba un poco y en aquel pequeño espacio cabía un sofá, dos sillones una pequeña mesa de comedor y un mueble cuya función principal era contener la tele, pero además tenía todos los pequeños objetos decorativos que un mueble era capaz de albergar. No sabías como todo eso entraba en tan reducido espacio, pero ahí estaba. Este pasillo-comedor acababa en tres escalones que eran la entrada a la cocina. Era una cocina antigua de las que tenía como salida de humos una chimenea de obra y que tenía otros de mis rincones favoritos, la escalera que subía a la terraza. Pegada a las ventanas de la cocina había una pequeña escalera de madera, sin barandilla, con el lateral pintado de azul y lo escalones desgastados por el constante subir y bajar de todos. Me gustaba sentarme allí a mirar por la ventana, veías los patios de los otros vecinos, la distribución imposible de aquellas casas que comunicaban terrazas y patios, todo junto y separado a la vez. Te decían que era porque antes todas estas casas habían pertenecido a una única más grande y que posteriormente la dividieron en viviendas más pequeñas. Esta extraña mezcla hacía que no solo compartieses muro con tu vecino sino también intimidades que sobrellevadas a lo largo de tanto tiempo había transformado la vecindad en otra relación distinta. Recuerdo las vecinas de abajo, dos hermanas solteras que vivían juntas y siempre vestian de negro, tenían palabras cariñosas cuando te asomabas a su patio, el patio de enfrente lleno de trastos y abandonado, más allá,  en la terraza contigua a esta última, vivía Elvirita, que aunque, su terraza no estaba junto a la de mi abuela, sin embargo, por este entrelazado un poco caótico que tenían las casas hacía que su pasillo lindase con el comedor de mi abuela, a veces nos comunicábamos mediante golpecitos en la pared, me divertía ese juego de los golpecitos.

Cuando eramos más pequeños, por lo empinado de la escalera, porque estaban junto a la ventana o porque la terraza también tenía unos cuantos peligros teníamos prohibido subir a ella. Así que nos sentábamos en la escalera, disimulando que mirábamos por la ventana y poco a poco, íbamos subiendo, peldaño a peldaño, sentados  hasta que llegase el momento oportuno de poder subir arriba. El mundo de la terraza era sumamente atrayente, sobre todo si eres niño y todo está por descubrir. El tejado de la casa descansaba sobre el suelo de esta, por lo que podías, pasear tranquilamente por él, aunque yo nunca me atreví a subir nada más que un poco, el miedo a las alturas creo que me ha acompañado desde siempre. Sin embargo, recuerdo las tardes de lectura sentada en aquél viejo tejado. Una pila, una fresquera verde que ahora servía para guardar diversos objetos y un viejo gallinero de alambre donde se amontonaban más objetos todavía, componían todos los enseres de la terraza. 

La otra noche soñé con la casa de mi abuela, me levanté con la impresión de haberla estado recorriendo de nuevo, de haber sentido sus olores, su calidez, de haber visitado de nuevo sus numerosos rincones. Recordé entonces que en el lugar donde estaba, ahora no había más que un solar, un vacío solar que no tenía ni aromas, ni rincones, nada. Y lloré, lloré porque ese vacío se apoderó de mi, lloré por lo que fue y sé que nunca volverá. Recordé, entonces, que esa mañana era el santo de mi abuela, mi abuela se llamaba Juana y puede que en esa noche mágica de San Juan, en la que todo es posible, ella me abriese de nuevo las puertas de su casa.  Porque quizá haya un lugar donde todavía exista la casa de mi abuela, aunque ese lugar solo sea mi memoria o mis sueños.

sábado, 23 de junio de 2012

Leyenda de la Tragantía



Desde los albores de la humanidad, la noche de San Juan es venerada como una noche especial. No se trata solo de la celebración del solsticio de verano, no es solo la noche en la que el Sol comienza su lento declinar para dejar paso a noches más largas o en la que se celebra la pronta recogida de los frutos que la tierra nos dará, la fertilidad en su expresión máxima. La noche de San Juan ha sido investida por el imaginario popular con un halo de misterio, donde las supersticiones, los conjuros, los augurios y los ritos se adueñan de ella y la convierten en mágica. Es difícil permanecer indiferente al poder cósmico de esta noche, por ello quiero aportar mi granito de arena, una leyenda sobre la noche de San Juan y sobre un lugar también singular: el castillo de la Yedra en Cazorla, paraje mágico donde los haya, por muchos motivos.



Cuenta la leyenda que en el castillo de la Yedra de Cazorla, vivía un rey moro que tenía una joven y hermosa  hija. Por aquel tiempo las tropas cristianas avanzaban inexorablemente devastando la campiña, en dirección a Cazorla, sin que nada ni nadie pudiera impedirles el paso. Una tarde, cuando el sol se ponía en el horizonte, llegó un espía con la mala noticia de que un ejército numeroso y bien equipado se encontraba a una jornada, y de que no podrían resistir al primer ataque. 

- Nos llevaremos todo lo que podamos -dijo el rey moro-  y volveremos cuando se hayan marchado. Dejaremos aquí a mi hija, por si nos persiguen y nos alcanzan en campo abierto, pues no quiero correr el riesgo de que la ultrajen, ni que sea una esclava el resto de su vida.

El rey moro hizo llamar a su hija y le dijo:

- Hija mía, te quedarás aquí escondida en el sótano secreto; estarás segura. Nosotros volveremos en cuanto ellos se marchen.

A la mañana del día siguiente, en lo más profundo del castillo, en una pequeña habitación subterránea secreta, dejó a su hija, con suficientes víveres para varias semanas, cerrando la entrada con una gran losa disimulada entre el pavimento. El rey moro  y los cuatro soldados que le ayudaron a poner la losa fueron los últimos en abandonar el castillo, presintiendo la inminente llegada del enemigo.

Al poco tiempo, una lluvia letal de flechas sorprendió a los jinetes. Los cinco murieron y con ellos el secreto del castillo de la Yedra.

Las huestes cristianas llegaron a Cazorla y a su deshabitado castillo, reforzaron las defensas y ya no se marcharían jamás de esta tierra de ensueño. Transcurrieron los días, las semanas y los meses y los víveres se acabaron en el refugio. La incapacidad de moverse en aquel reducido espacio y la viscosidad de las húmedas paredes propiciaron que las extremidades inferiores de la princesa se fueran uniendo y adquiriendo forma alargada y redondeada, con escamas como los reptiles. Mientras se producía la metamorfosis se escuchaban terroríficos lamentos que atemorizaban a los nuevos moradores del castillo y a todos los habitantes de Cazorla, rasgando el silencio de las noches.

Desde entonces, en la noche de San Juan, los niños de Cazorla se apresuran a ir a la cama y estar dormidos antes de que el reloj toque las doce campanadas de la media noche, para que no se cumpla la letra de la fatídica canción que todos conocen y que dice así:

Yo soy la Tragantía,
hija del rey moro;
el que me oiga cantar,
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan.



Fuentes:




miércoles, 13 de junio de 2012

"Los fantásticos libros voladores de Mr. Morris Lessmore"



Es la primera vez que subo un vídeo como una entrada en sí, bueno, ya sabéis que tiene que haber una primera vez  para todo, además el vídeo en cuestión se merece una entrada para él sólito. Lo he visto y he dicho, esto merece la pena compartirlo y a ello voy. Es una historia entrañable y que me ha emocionado de veras. Es un corto que dura apenas 15 minutos, pero deja un regustillo estupendo. Quizá ya lo conozcáis, porque ganó el Oscar al mejor corto de animación en la pasada edición de los premios. Es obra de  William  Joice que habitualmente trabaja con Pixar y está dedicado al mundo de los libros, nos narra de una forma muy especial lo que los libros aportan a nuestra vida y cuanto nos necesitamos mutuamente. Pero también es un delicioso corto que recuerda a las películas mudas, vais a encontrar en su protagonista un gran parecido con Buster Keaton, el personaje es un homenaje a él y también encontrareis alguna reminiscencia en el corto con "El mago de Oz". En fin, basta de palabrerio, y comenzar a verlo porque os aseguro que os gustará.





Más información:
http://morrislessmore.com/



domingo, 3 de junio de 2012

Richard Long. Arte en movimiento.



Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
                                                         
                                                                                                  A. Machado



Este poema parece venirle como anillo al dedo a Richard Long (Bristol, 1945). Long es un caminante infatigable que realiza arte durante sus incasables caminatas, nunca persigue interferir en el paisaje, solo dejar una huella en él. Para ello utiliza solo materiales naturales: piedras, hojas de pino, madera, barro... El tamaño de su obra depende del paisaje del lugar, no persigue modificar paisajes, solo aunar los conceptos que en ellos encuentra. Sus formas simples: circulos, rectas, cuadrados...figuras geométricas que comulgan con el  entorno de manera efímera, siendo abandonadas al propio paisaje y a los elementos y dejando constancia de ellas a través de fotografías.






Uno de sus primeros trabajos lo realizó sobre un campo de hierba por el que iba y venía todos los días cuando realizaba sus estudios en la  St. Martin´s School of Art de Londres que posteriormente fotografió en blanco y negro. Esta obra, A Line Made by Walkinges considerada hoy día un hito del arte contemporáneo.







"La naturaleza ha sido siempre un tema del arte, desde las primeras pinturas rupestres de la fotografía de paisaje del siglo XX. Quería usar el paisaje como un artista de nuevas maneras. Primero empecé a hacer trabajo fuera de uso de materiales naturales como la hierba y el agua, y esto condujo a la idea de hacer una escultura de pie. Esta era una línea recta en un campo de hierba, que era también mi propio camino, yendo a ninguna parte . En las obras tempranas mapa posteriores, registrando paseos muy simples pero precisas en materia de Exmoor y Dartmoor, mi intención era hacer un arte nuevo, que era también una nueva forma de caminar: el caminar como arte. Cada caminata seguido mi propio camino único, formal, por una razón original, que era diferente de las demás categorías de caminar, como viajar. Cada paseo, aunque no por definición conceptual, se dio cuenta de una idea en particular. Por lo tanto a pie - como arte - siempre de una manera simple para mí para explorar las relaciones entre tiempo, distancia, la geografía y la medición. Estos paseos se registran en mi trabajo en la forma más adecuada para cada idea diferente: una fotografía, un mapa, o una obra de texto. Todas estas formas alimentan la imaginación. " - Richard Long






Richard Long está considerado como uno de los mayores representantes del Art Land. Esta corriente, nacida en la segunda década de 1960, es una tendencia del arte contemporáneo, que utiliza el marco y los materiales de la naturaleza (madera, tierra, piedras, arena, rocas,fuego, agua etc.). Esta expresión inglesa se ha traducido también como «arte de la construcción del paisaje» o «arte terrestre». Generalmente, las obras se encuentran en el exterior, expuestas a los elementos, y sometidas a la erosión natural; así pues, algunas desaparecieron, quedando de ellas sólo el recuerdo fotográfico.






Long no solo trabaja sobre el paisaje, también lo hace en galerías, eso sí, utiliza siempre materiales naturales.









"Las obras exteriores e interiores son complementarias, aunque yo tendría que decir que la naturaleza, el paisaje, el senderismo, está en el centro de mi trabajo e informa a las obras interiores".








Ha sido nominado al Premio Turner en cuatro ocasiones (1984, 1987, 1988 y 1989), finalmente en 1989 le fue concedido por su obra White Water Line.






Fuentes: